A los dieciocho años, se fuga en brazos de su preceptor. A los veinte se casa, o la casan, a pesar de su notoria incompetencia para los asuntos domésticos. A los veintiuno, se pone a estudiar, por su cuenta, lógica matemática.
No son ésas las labores más adecuadas para una dama, pero la familia le acepta el capricho, porque quizás así pueda entrar en razón y salvarse de la locura a la que está destinada por herencia paterna.
A los veinticinco, inventa un sistema infalible, basado en la teoría de las probabilidades, para ganar dinero en las carreras de caballos. Apuesta las joyas de la familia. Pierde todo.
A los veintisiete, publica un trabajo revolucionario. No firma con su nombre. ¿Una obra científica firmada por una mujer? Esa obra la convierte en la primera programadora de la historia: propone un nuevo sistema para dictar tareas a una máquina que ahorra las peores rutinas a los obreros textiles.
A los treinta y cinco, cae enferma. Los médicos diagnostican histeria. Es cáncer. En 1852, a los treinta y seis años, muere. A esa misma edad había muerto su padre, lord Byron, poeta, a quien nunca vio. Un siglo y medio después, se llama Ada, en su homenaje, uno de los lenguajes de programación de computadoras