Aprendió a leer leyendo números. Jugar con números era lo que más la divertía y en las noches soñaba con Arquímedes.
El padre prohibía: —No son cosas de mujeres —decía.
Cuando la revolución francesa fundó la Escuela Politécnica, Sophie Germain tenía dieciocho años. Quiso entrar. Le cerraron la puerta en las narices:
—No son cosas de mujeres —dijeron.
Por su cuenta, solita, estudió, investigó, inventó. Enviaba sus trabajos, por correo, al profesor Lagrange. Sophie firmaba Monsieur Antoine-August Le Blanc, y así evitaba que el eximio maestro contestara:
—No son cosas de mujeres.
Llevaban diez años carteándose, de matemático a matemático, cuando el profesor supo que él era ella. A partir de entonces, Sophie fue la única mujer aceptada en el masculino Olimpo de la ciencia europea: en las matemáticas, profundizando teoremas, y después en la física, donde revolucionó el estudio de las superficies elásticas.
Un siglo después, sus aportes contribuyeron a hacer posible, entre otras cosas, la torre Eiffel. La torre lleva grabados los nombres de varios científicos. Sophie no está.
En su certificado de defunción, de 1831, figuró como rentista, no como científica:
—No son cosas de mujeres —dijo el funcionario.