Vivimos en un “correr a todos lados” constante y sin querer, dejamos de ser empáticos y ni somos conscientes del daño que podemos hacer.
Aquí os dejo un relato para reflexionar,,,a ver qué os parece
EL PAN QUEMADO Después de un largo día en el trabajo, mi mamá puso un plato de salchichas y pan tostado muy quemado frente a mi papá. Recuerdo estar esperando ver si alguien lo notaba…. Sin embargo, aunque mi padre lo notó, alcanzó un pan tostado, sonrió a mi madre y me preguntó cómo me había ido en la escuela. No recuerdo lo que le contesté, pero sí recuerdo verlo untándole mantequilla y mermelada al pan tostado y comérselo todo. Cuando me levanté de la mesa esa noche, recuerdo haber oído a mi madre pedir disculpas a mi padre por los panes tostados muy quemados.Nunca voy a olvidar lo que dijo: «Cariño no te preocupes, a veces me gustan los panes tostados bien quemados.» Más tarde esa noche fui a dar el beso de las buenas noches a mi padre y le pregunté si a él le gustaban los panes tostados bien quemados. Él me abrazó y me dijo estas reflexiones: Tu mamá tuvo un día muy duro en el trabajo, está muy cansada y además, un pan tostado un poco quemado no le hace daño a nadie…..La vida está llena de cosas imperfectas y gente imperfecta; aprender a aceptar los defectos y decidir celebrar cada una de las diferencias de los demás, es una de las cosas más importantes para crear una relación sana y duradera. Un pan tostado quemado no debe romper un corazón. La comprensión y la tolerancia es la base de cualquier relación. Sé más amable de lo que tú creas necesario, porque todas las personas, en este momento, están librando algún tipo de batalla. Todos tenemos problemas y todos estamos aprendiendo a vivir y lo más probable es que no nos alcance la vida para aprender lo necesario.❤
Aunque en el mundo se han lanzado varias campañas para evitar muestras de homofobia y discursos de odio en contra de la comunidad LGBT, se siguen presentando casos de discriminación y violencia. Recientemente la noticia sobre el asesinato de un joven gay de 20 años en Irán ha conmocionado las miradas internacionales, pues de acuerdo con lo que reportan -Alireza Fazeli Monfared- fue decapitado por su propia familia al considerar sus preferencias sexuales como algo “indigno” y de “deshonra”. De acuerdo con medios locales e internacionales, la víctima originaria de Irán, fue identificado como Alireza Fazeli Monfared, quien primero fue rechazado del ejército por ser gay y después asesinado por su propia familia por el mismo tema.
Según relataron los medios internacionales, ante el latente peligro de homofobia, Alireza Fazeli-Monfared buscaba irse de su país. Quería huir a Turquía, en donde su pareja lo esperaría. Después de estar juntos, ellos pensaban refugiarse en Europa. Sin embargo, a pocos días de dejar su lugar natal, su medio hermano y sus primos descubrieron el expediente militar que indicaba la orientación sexual de Alireza, así que lo llevaron a un lugar en el desierto en donde lo decapitaron. El cuerpo del joven fue arrojado debajo de un árbol a las afueras de la ciudad de Ahwaz, Irán. El caso de su asesinato ha generado conmoción a nivel internacional, pues es una prueba más de los crímenes de odio que se siguen perpetrando en contra de las personas que se salen de la heteronorma.
Nueve meses mirándose cada día, a cada hora, una barriga que fue creciendo en él con su bebé dentro. «Es algo que siempre he querido», confesaba hace una semana Rubén Castro.
lusionado, el joven de 27 años, educador infantil, es el primer hombre embarazado que da la cara. El suyo es «un sueño» largamente acariciado, un proyecto de vida, ser padre y gestar a su propio hijo, que el madrileño ha culminado este sábado.
«Luar ha llegado», anunciaba Rubén en su cuenta de Instagram. «Perdonad el silencio, la ausencia y el no contestar a vuestros mensajes, estaba dándole la bienvenida al mundo a esta preciosidad que tengo por hije».
«Finalmente decidió que el 1 de mayo era buen día para salir», dice el papá, «ha sido lo más difícil y deseado que he vivido hasta ahora». Y subraya: «La aventura sólo acaba de empezar»
Desde hace seis meses, las alumnas del Instituto de Educación Secundaria (IES) Johan Carballeira, en la localidad pontevedresa de Bueu, acuden cada día 4 de cada mes al centro vestidas todas con falda. La afirmación, así contada, parecería que no contiene noticia alguna. Pero sucede que el lenguaje que usamos sigue lastrado por años de heteropatriarcado. Al igual que las chicas, los alumnos varones, y las personas que no se incluyen en ninguna de esas dos categorías también visten con falda.
El 27 de octubre del 2020, Mikel, un joven de Euskadi, acudió a su instituto con falda. Sus profesores lo sacaron de clase y lo llevaron a un psicólogo que le preguntó si se sentía una mujer y le insinuó que se quitara la prenda. Él se negó, y sus padres le castigaron por ello. Mikel contó su historia en un vídeo que se hizo viral y que desató un movimiento juvenil en toda España. Ocho días después, miles de alumnas protestaron contra la agresión a su compañero acudiendo con falda a sus colegios e institutos.
El cinematógrafo Iraní Muhammad Reza Kheradmandam, tiene emocionado al mundo entero con su corto metraje, de apenas 1 minuto, llamado «MADRE»¡Disfrutadlo!
NO DEJÉIS DE LEER LA ODISEA DE ESTAS DOS HERMANAS PARA IR CADA DÍA A LA ESCUELA….VALOREMOS LO QUE TEMEMOS!!!!
Cuando todavía faltan varias horas para que despunte el día, cuando sus vecinos y paisanos aún duermen, Zamda y Um, dos hermanas de 14 y 17 años, se preparan para el viaje de 10 kilómetros que están a punto de emprender. Su particular y cotidiana travesía. Una odisea llena de dificultades, más aún en época de lluvias, que ambas, que nacieron y viven en una remota aldea de la zona central de Tanzania, un lugar humilde y rural donde las mujeres encuentran muchos más problemas y menos soluciones que los hombres, deben afrontar a diario para ir a la escuela de educación secundaria. Sueñan con un futuro más próspero para ellas y para su familia.
Son las cuatro y media de la madrugada, la fuerte lluvia golpea la placa de aluminio del tejado y produce un sonido que hace difícil conciliar el sueño. Desde que comenzó a caer agua poco antes de la medianoche, el ensordecedor ruido ha ido yendo a más de forma paulatina. Cuando suena el despertador, pasados unos minutos, Amisi Nchira, un granjero de 53 años —cabeza y rostro afeitado, figura delgada y sonrisa bonachona—, se levanta, corre el pestillo para abrir la puerta de su casa, mira afuera y dice en lengua kirangi: “Ha llovido mucho y el río vendrá cargado de agua. No sé si las niñas van a poder ir hoy al colegio”.
Fatuma Yusufu, la esposa de Amisi, ama de casa, se levanta justo después. Ambos han dormido en un pequeño cuarto en el que una tela a cuadros hace las veces de puerta y donde esa misma cortina y una cama son el único mobiliario. Frente a ellos, en otra habitación, también con una sola cama, sus seis hijos (cinco mujeres y un varón, 23 años la más mayor y cinco el más joven) y su primer nieto empiezan a despertarse. Aunque la temperatura suele ser agradable a horas tan tempranas, las lluvias resultan demasiado frecuentes en las madrugadas de Bambare, una aldea de menos de 1.00 habitantes a unos 40 kilómetros al norte de Kondoa, la ciudad económica y administrativamente relevante más próxima, con unos 20.000 habitantes.
Mientras Fatuma hierve agua para preparar té en el salón, iluminado con una bombilla que consume la energía que proporciona un pequeño panel solar colocado en el tejado, se escucha el cacareo de las gallinas que la familia, de la tribu mrangui y musulmanes, tiene en una de las dos dependencias del patio. En la otra hay vacas y cabras. Esos animales y unos arrozales próximos a la casa son lo único que tienen Amisi y Fatuma para sacar adelante a los suyos. Poco. Pero más que muchos. En Tanzania, un país de 58 millones de habitantes, la mitad de la población vive con menos de dos euros al día. Según el Banco Mundial a principios de siglo XXI, una familia rural en Tanzania subsistía con 32 céntimos de euro diarios. Ellos pueden gastarse unos 10.000 chelines tanzanos (alrededor de 3,7 euros).
Cuando Zamda y Um se asoman al salón, la tetera ya anuncia con un suave silbido que el líquido está listo para beber. Será el desayuno de toda la familia. Al menos, la cena de la noche anterior fue abundante; cuando la oscuridad ya comandaba Bambare, sentados sobre una alfombra en la misma habitación donde ahora Fatuma prepara el té, cada uno de los ocho miembros de la familia dio cuenta de un plato de arroz con un par de pedazos de un pollo que Amisi había sacrificado unas horas antes.
Esta mañana, mientras desayunan, la familia comenta los detalles del viaje de algo más de 10 kilómetros que está a punto de comenzar. “Si las niñas estudian, quizás puedan ayudarnos en el futuro. A lo mejor acceden a mejores oficios”, sugiere Fatuma. “Aquí sólo hay trabajo en el campo y, con eso, difícilmente nos llega para todos. Necesitamos dinero. Hay que intentar mejorar”, valora Amisi.
―¿Creéis que vuestras hijas podrán seguir estudiando cuando terminen la Secundaria? ¿Irán a la Universidad?
―No sabemos. Si tienen suerte… La mayor no ha ido.
―Y los demás hijos, cuando crezcan, ¿acudirán al mismo colegio?
―Sí. Todos. Ahora van a Primaria. Ahí solo se tarda en llegar unos 40 minutos.
Zamda y Um ultiman los preparativos para la caminata. Ya se han lavado los dientes y ahora introducen en sus mochilas los libros que van a necesitar en la jornada escolar y también bolígrafos, cuadernos y su uniforme. Después se ponen sendos vestidos largos, se calzan unas chanclas, cubren su pelo con un hiyab y se echan la mochila a la espalda. El reloj marca las 5.20 de la mañana y, fuera, al sol todavía le queda más de una hora para enseñar sus primeros rayos. Pero al menos ya ha dejado de llover. “Vamos a intentarlo. Si partimos ya, quizás el caudal del río todavía no sea demasiado abundante. Voy a acompañarlas hasta ver si podemos atravesarlo. Si no, nos volvemos”, dice Amisi. Y entra en su habitación a por un bastón y una linterna. Cuando regresa, cruza unas palabras con sus dos hijas, que asienten, se despiden de su madre con un beso y salen de casa detrás de su padre.
La oscuridad de la noche es absoluta. A solo unos pasos de la vivienda de la familia Nchira, cuando padre e hijas encaran un sendero de arena ahora convertida en barro, tan solo se ve la débil luz de la linterna de Amisi. En Bambare, ni las dispersas casas disponen de tendido eléctrico alguno al que conectar bombillas o electrodomésticos ni hay farolas en los extremos de las veredas. Zamda y Um, delgadas, de cuerpos ligeros y andares livianos, la pequeña algo más alta que la mayor, aunque ambas de baja estatura, se quitan las chanclas (las llevarán en la mano a partir de ahora) para avanzar con más destreza. Marchan sin detenerse y sin aparente dificultad. Se conocen el camino a la perfección. Huele a rocío y a tierra mojada. Solo se escucha el croar de las ranas y el eco de las pisadas.
―¿No tenéis miedo?
―Sí. Cuando llegamos tarde, los profesores nos pegan―, responde Zamda.
―¿Y a ataques? ¿A que os puedan agredir sexualmente?
―Ahora es un momento peligroso porque la lluvia hace que los maíces estén muy altos. Hay hombres que se esconden y aprovechan la oscuridad para asaltar a las mujeres cuando pasan por estos caminos―, interviene Amisi.
A los 20 minutos de travesía, la comitiva llega al primer río, el que preocupaba a Amisi al salir de casa. Parece que la corriente viene fuerte, pero no tanto como para dar media vuelta. El granjero se para en la orilla, introduce el bastón en el agua, comprueba la profundidad, se remanga los pantalones y comienza a andar a través del río. Zamda y Um hacen lo mismo. Avanzan por el caudal con confianza, como si fuera algo normal y rutinario. Para no resbalarse o caerse por la fuerza de la corriente, las hermanas se sujetan la una en la otra con una mano. Con la que les queda libre se alzan el vestido para que no se les moje. Pese a que el agua les llega hasta las rodillas, no emplean más de dos minutos en cruzar el río.
Cuando todos ellos han llegado a la otra orilla, Amisi se detiene y entrega a Zamda un billete de 1.000 chelines tanzanos (unos 35 céntimos de euro) para el almuerzo de las dos niñas, que comen en el colegio. Luego les da la linterna, se despide y se pierde en la oscuridad de regreso a Bambare. El viaje de las hermanas Nchira no ha hecho más que comenzar.
Algo pasadas las 6.30 empieza a vislumbrarse el sol por el horizonte. Zamda y Um enfilan un estrecho sendero que lleva a Gallu, una aldea que rodearán y donde se unirán otros dos estudiantes, una chica y un chico. Desde que se despidieron de su padre, las hermanas ya han atravesado dos riachuelos más, ambos de unos 25 centímetros de profundidad, pero menos caudalosos que el primero. Han pasado también junto a decenas de maizales en los que solo se ve una primera fila de plantas, aunque tras ella se intuyen varias docenas de hileras más. Han andado por caminos embarrados con una curtida habilidad para no mancharse más que los pies. Han dejado atrás arrozales, acacias, baobabs, campos de girasoles y cultivos de garbanzos. Han esquivado rebaños de cabras y vacas, ranas, babosas y lombrices. Han escuchado el piar de cientos de pájaros al despertarse. Están tan aburridas de espantar moscas que hace muchos minutos que dejaron de hacerlo.
―¿Qué asignatura os gusta más?
―Biología la entiendo muy bien. Y Geografía también―, responde Zamda. Um, mucho más tímida, escucha, sonríe y asiente sin decir nada.
―¿A qué os gustaría dedicaros dentro de unos años?
―No sé. Todavía no lo he pensado―, vuelve a señalar Zamda.
―¿Y por que queréis estudiar?
―Bueno, creo que podríamos ayudar a nuestra familia si lo hacemos.
Pasada Gallu, a Zamda y a Um se les unen poco a poco más muchachos que estudian en el mismo colegio. Cuando el reloj marca las 7.37 y el sol empieza a apretar fuerte, con una temperatura que asciende a no menos de 35 grados, el grupo lo forman ya unas 15 personas entre niñas y niños de pueblos y aldeas colindantes que se apuntan a andar entre barro y pequeños riachuelos. Entonces, las hermanas se detienen en la casa algo apartada de amigo de su padre, donde se quitan los vestidos que llevan puestos y se ponen el uniforme escolar (una túnica violeta y un hiyab blanco) que cargaban en la maleta. No tardan más de 10 minutos en cambiarse.
Queda algo menos de un cuarto de hora para que empiecen las clases y Zamda y Um afrontan el último trecho del viaje. Siguen un sendero de barro, atraviesan una carretera de arena y encaran una pequeña pendiente rodeada de rocas y arbustos. Al final de la cuesta se encuentra la Escuela de Educación Secundaria Imbafi, situada en las faldas de una pequeña montaña en un pueblo que se llama Itundwi. Cuando las niñas cruzan la puerta principal todavía no han dado las ocho en punto. Hoy han llegado a tiempo.