La principal avenida de Montevideo se llama 18 de Julio, en homenaje al nacimiento de la Constitución del Uruguay, y el estadio donde se jugó el primer campeonato mundial de fútbol fue construido para celebrar el primer siglo de vida de esa ley fundacional.
El magno texto de 1830, calcado del proyecto de la Constitución argentina, negaba la ciudadanía a las mujeres, a los analfabetos, a los esclavos y a quien fuera sirviente a sueldo, peón jornalero o simple soldado de línea.
Sólo uno de cada diez uruguayos tuvo el derecho de ser ciudadano del nuevo país, y el noventa y cinco por ciento no votó en las primeras elecciones. Y así fue en toda América, de norte a sur. Todas estas naciones nacieron mentidas.
La independencia renegó de quienes, peleando por ella, se habían jugado la vida; y las mujeres, los pobres, los indios y los negros no fueron invitados a la fiesta. Las Constituciones dieron prestigio legal a esa mutilación.
Bolivia demoró ciento ochenta y un años en enterarse de que era un país de amplia mayoría indígena. La revelación ocurrió en el año 2006, cuando Evo Morales, indio aymara, pudo consagrarse presidente por una avalancha de votos. Ese mismo año, Chile se enteró de que la mitad de los chilenos eran chilenas, y Michelle Bachelet fue presidenta.
La revolución francesa proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, pero cuando la militante revolucionaria Olympia de Gouges propuso la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, marchó presa, y el Tribunal Revolucionario la sentenció y la guillotina le cortó la cabeza.
Al pie del cadalso, Olympia preguntó. —Si las mujeres estamos capacitadas para subir a la guillotina, ¿porqué no podemos subir a las tribunas públicas?
No podían. No podían hablar, no podían votar. La Convención, el Parlamento revolucionario, había clausurado todas las asociaciones políticas femeninas y había prohibido que las mujeres discutieran con los hombres en pie de igualdad. Las compañeras de lucha de Olympia de Gouges fueron encerradas en el manicomio. Y poco después de su ejecución, fue el turno de Manon Roland.
Manon era la esposa del ministro del Interior, pero ni eso la salvó. La condenaron por su antinatural tendencia a la actividad política. Ella había traicionado su naturaleza femenina, hecha para cuidar el hogar y parir hijos valientes, y había cometido la mortal insolencia de meter la nariz en los masculinos asuntos de estado. Y la guillotina volvió a caer.
La cerveza es la tercera bebida más consumida del mundo, y su historia se remonta a más de 4,000 años atrás. Y en estos milenios la cerveza ha estado siempre estrechamente ligada a las mujeres, consumidoras pero sobre todo productoras durante al menos 3,500 de esos años.
Las mujeres fueron las primeras en hacer cerveza, ya que al ser algo de cocina se consideraba ideal para el rol doméstico de la mujer. Las recetas se pasaban de madres a hijas por generaciones y las mujeres tenían el control absoluto de la producción, que era consumida por toda la población.
Ya hay registros de cerveza en el 2000 a.C., en los territorios de Sumeria, hoy Irán. Las mujeres eran responsables de preparar esta bebida que daba ánimos a los constructores de la civilización y era un eje social. En Egipto la bebían desde el esclavo hasta el Faraón, y era preparada por las mujeres en un área especial bajo la supervisión de la señora de la casa. En la sociedad vikinga las mujeres también producían cerveza.
En el siglo XI, la monja Benedictina Hildegard von Bingen, mística y herbalista, introdujo el uso de lúpulo para preservar el líquido y dar amargor, y transformó la elaboración de la bebida. Al día de hoy von Bingen es considerada una santa patrona de la cerveza.
La producción de cerveza se extendió por toda Europa y el Nuevo Mundo, siempre controlada por mujeres.
La asociación entre mujer y cerveza terminó con la Iglesia católica, y los esfuerzos para separar mujeres y cerveza tenían como intención evitar que se “distrajeran” de su “propósito principal”: la maternidad.
Un estudio publicado en 2014 indica que sólo 4% de los maestros cerveceros son mujeres y por todos lados es fácil encontrar tanto a quienes dicen que una mujer bebiendo cerveza es vulgar e inapropiado, como a quienes afirman que las mujeres “también” pueden hacer o beber cerveza, ambos lados ignorantes de que la cerveza comenzó con las mujeres.
Las asociaciones y cervecerías enfocadas a impulsar a mujeres en la industria deberían de reclamar su lugar como creadoras.
Hoy, primero de octubre de 2018, estamos de celebración. Casi 90 años hace desde que las mujeres, gracias a la lucha de la diputada Clara Campoamor, obtuvimos el derecho a voto. Una fecha señalada, y mucho camino aún por recorrer.
Corría el año 1931 y, por ridículo que parezca, Campoamor había sido elegida parte del Congreso de los Diputados y, sin embargo, no podía votar. Tres eran las diputadas que formaban parte de este organismo, pero ella fue la única que luchó valientemente por los derechos de todas.
«Yo, señores diputados, me siento ciudadano antes que mujer, y considero que sería un profundo error político dejar a la mujer al margen de ese derecho, a la mujer que espera y confía en vosotros; a la mujer que, como ocurrió con otras fuerzas nuevas en la revolución francesa, será indiscutiblemente una nueva fuerza que se incorpora al derecho y no hay sino que empujarla a que siga su camino», defendía Campoamor ante sus compañeros.
Después de sus palabras, Clara Campoamor recibió una gran ovación por parte de sus colegas, aunque no de todos. El sufragio femenino se consiguió por tan solo una ventaja de 30 votos a favor (161 votos a favor y 121 en contra.
En algunas naciones musulmanas, el velo es una cárcel de mujeres: una cárcel ambulante, que en ellas anda. Pero las mujeres de Mahoma no llevaban la cara cubierta, y el Corán no menciona la palabra velo, aunque sí aconseja que, fuera de casa, las mujeres se cubran el cabello con un manto. Las monjas católicas, que no obedecen al Corán, se cubren el cabello, y muchas mujeres que no son musulmanas usan manto, mantilla o pañuelo en la cabeza, en muchos lugares del mundo. Pero una cosa es el manto, prenda de libre elección, y otra el velo que, por mandato masculino, obliga a esconder la cara de la mujer.
Una de las más encarnizadas enemigas del tapa caras fue Sukaina, bisnieta de Mahoma, que no sólo se negó a usarlo, sino que lo denunció a gritos. Sukaina se casó cinco veces, y en sus cinco contratos de matrimonio se negó a aceptar la obediencia al marido.
Desde el año 1234, la religión católica prohibió que las mujeres cantaran en las iglesias. Las mujeres, impuras por herencia de Eva, ensuciaban la música sagrada, que sólo podía ser entonada por niños varones o por hombres castrados. La pena de silencio rigió, durante siete siglos, hasta principios del siglo veinte. Pocos años antes de que les cerraran la boca, allá por el siglo doce, las monjas del convento de Bingen, a orillas del Rin, podían todavía cantar libremente a la gloria del Paraíso. Para buena suerte de nuestros oídos, la música litúrgica creada por la abadesa Hildegarda, nacida para elevarse en voces de mujer, ha sobrevivido sin que el tiempo la haya gastado ni un poquito. En su convento de Bingen, y en otros donde predicó, Hildegarda no sólo hizo música: fue mística, visionaria, poeta y médica estudiosa de la personalidad de las plantas y de las virtudes curativas de las aguas. Y también fue la milagrosa fundadora de espacios de libertad para sus monjas, contra el monopolio masculino de la fe.