La revolución francesa proclamó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, pero cuando la militante revolucionaria Olympia de Gouges propuso la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, marchó presa, y el Tribunal Revolucionario la sentenció y la guillotina le cortó la cabeza.
Al pie del cadalso, Olympia preguntó. —Si las mujeres estamos capacitadas para subir a la guillotina, ¿porqué no podemos subir a las tribunas públicas?
No podían. No podían hablar, no podían votar. La Convención, el Parlamento revolucionario, había clausurado todas las asociaciones políticas femeninas y había prohibido que las mujeres discutieran con los hombres en pie de igualdad. Las compañeras de lucha de Olympia de Gouges fueron encerradas en el manicomio. Y poco después de su ejecución, fue el turno de Manon Roland.
Manon era la esposa del ministro del Interior, pero ni eso la salvó. La condenaron por su antinatural tendencia a la actividad política. Ella había traicionado su naturaleza femenina, hecha para cuidar el hogar y parir hijos valientes, y había cometido la mortal insolencia de meter la nariz en los masculinos asuntos de estado. Y la guillotina volvió a caer.