Setenta años después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 nacer y ser mujer sigue siendo una factor de riesgo en nuestra sociedad. En el marco de la conmemoración del Día Internacional de los Derechos Humanos y del 70º aniversario de la Declaración conviene recordar que la Declaración de 1948 nació impregnada de una perspectiva feminista y supuso el inicio de la lucha por los derechos humanos de las mujeres.
A Eleanor Roosevelt debemos el reconocimiento del principio de igualdad en el artículo 1 y el impulso del lenguaje inclusivo de la Declaración. Gracias a ella se sustituyó el clásico “todos los hombres nacen libres e iguales” por el contundente “todos los seres humanos nacen libres e iguales”, pese a que el resto de delegados hombres mostraron una fuerte oposición por no ser capaces de ver dónde estaba el matiz. A Hansa Mehta de la India, Minerva Bernardino de República Dominicana, a Shaista Ikramullahy de Pakistán, a Bertha Lutz de Brasil y a Amalia González Caballero de México debemos la proclamación explícita en el artículo 2 del principio de prohibición de discriminación por razones de sexo, frente a las posiciones de la mayoría de delegados que consideraron que el reconocimiento del principio de igualdad era garantía suficiente para hacer efectivos los derechos de las mujeres.
Descubierta a golpe de realidad la falsa universalidad de estos derechos, el iusfeminismo promovió un marco normativo especializado para la (re)definición de los derechos humanos. Nació la Convención sobre la Eliminación de todas formas de Discriminación contra la Mujer (1979) como Carta Magna de las mujeres y respondía a la necesidad de contrarrestar su situación de subordiscriminación. Más tarde destaca la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer (1995) que declaró solemnemente que los derechos de las mujeres son derechos humanos e impulsó compromisos internacionales para la lucha contra la violencia de género.
Desde entonces ha aumentado el número de niñas escolarizadas, se han producido mejoras laborales para las mujeres, su liderazgo en puestos de decisión está consolidándose, se han incrementado las condiciones de salud sexual y reproductiva y están protegidas por leyes que condenan la violencia de género. Sin embargo, estos avances siguen siendo débiles. A diario los derechos humanos de las mujeres se siguen vulnerando. Si la igualdad fuera “realmente real” y “universal” -como se proclamó en 1948- no habría brecha salarial, feminización profesional o techo de cristal. Tampoco los matrimonios forzados, mutilación genital ni trata de mujeres y niñas para su explotación sexual. No hablaríamos de los 479 millones de mujeres analfabetas en el mundo y tampoco hablaríamos de la prohibición del aborto, ni de violencia sexual, física o psicológica contra las mujeres. Tampoco de su utilización como ‘vientres de alquiler’ para legalizar la creciente industria de la venta de bebés. Se acabarían los asesinatos machistas. En España 974 al tiempo de escribir estas líneas.
En el contexto de esta paradoja urge asumir que la igualdad de género es premisa de la democracia. Es una deuda pendiente con las mujeres y con la sociedad, especialmente en un momento en que están renaciendo fuerzas e ideologías que están poniendo en peligro, más que nunca, las conquistas obtenidas en materia de derechos humanos de las mujeres. Betty Friedan vaticinó lo evidente. “Tal vez solo una sociedad enferma, que no está dispuesta a hacer frente a sus propios problemas e incapaz de concebir objetivos y propósitos a la altura de la capacidad y del conocimiento de sus miembros, opte por ignorar la fuerza de las mujeres”.